domingo, 6 de febrero de 2011

LA ESTACIÓN DE LA ESPERANZA

María está sentada en un escalón de la antigua estación. Apenas queda nada de ella, solo se mantiene en pie, como queriendo agarrarse al paso del tiempo, la antigua caseta construida a finales del siglo XIX, donde se vendían los billetes para los viajeros que iban a la capital, o a cualquier pueblo de los alrededores, a pasearse, al cine, o a enlazar con otro tren que les llevase lejos de la miseria que en aquellos años había.
Las vigas de hierro y los travesaños de madera habían sido arrancados en un alarde de modernidad mal entendida. En su sitio, siguiendo la línea de los raíles, quieren hacer un paseo con árboles y jardines, con sus bancos, para que la gente pudiese pasear o se sentase a tomar el sol en invierno.
Así, la senda de los trenes, quedaba enterrada bajo el suelo, entre túneles, cruces, semáforos y oscuridad, donde circularían llenos de gente que iban y venían diariamente en los nuevos trenes de diseño.
María miraba y no reconocía la vieja estación, con el proyecto por terminar, se había convertido en un montón de piedras, hierros y bloques de cemento amontonados.
Recordaba cuando llegó de Brasil con su familia, en busca de su abuelo al cual no conocían. Sentada en el inmutable escalón, se dejó llevar por los recuerdos.

Desde la plaza cercana a la estación, dos viejos amigos escuchan el silbato de los trenes que llegan y parten cargados de historias diarias, en busca de sus propios destinos.
Ésta vez, el tren traía consigo unos pasajeros venidos de muy lejos, Marilina e Ignacio con sus dos hijos María y Luís.
Era una mañana de domingo primaveral, la gente paseaba por la plaza; en uno de aquellos bancos, como cada día, se reunían dos viejos amigos, cargados de añoranzas y experiencias vividas por separado y a la vez, paralelamente…, como los raíles del tren.
Tomás y Enrique con casi un siglo de experiencias a sus espaldas, una guerra civil pasada, y las miles de penurias que tuvieron que soportar toda la gente que vivió en su época.
El principio del siglo XX, fue un periodo de cambios y de guerras, tanto a Tomás como a Enrique les cogió con dieciocho y veintiún años. Dos muchachos gallardos y altaneros con grandes ganas de vivir.
-¡Parece mentira Tomás, ya han pasado diez años desde que falleció mi mujer y parece que fue ayer!-dijo Enrique con melancolía.
-Si.- Contestó Tomás con aire tristón.- El tiempo pasa muy rápido y a veces muy lento.
Tomás tenia la mirada perdida, miraba pero no veía a la gente que venía de la estación.
-A quien echo de menos,- le decía Enrique,- es a mi hijo, esto de que esté al otro lado del Océano…, ni siquiera conozco a su mujer, ni a mis nietos. La última vez que le vi, fue en el entierro de su madre ¡imagínate! ya hace diez largos años.
Tan enfrascado estaba Enrique en su propia historia que no se dio cuenta de que a su amigo se le llenaban las retinas de un brillo lagrimoso.
Eran lágrimas secas por el dolor y la impotencia.
Tomás nunca llegó a casarse, al menos “oficialmente por la iglesia”, como correspondía en aquel entonces, él y su novia Carmen, tenían pensado hacerlo civilmente, pero se lo impidió la guerra, les pilló en el bando republicano, su novia desapareció sin dejar rastro, mientras él se encontraba en el frente, hacia de eso toda una vida para él.
Nunca la olvidó, jamás supo donde estaba, nunca recibió noticia alguna, que le pudiera indicar donde se hallaba.
La estuvo buscando durante años y lo único que llegó a saber es que había tenido que huir al amparo de la noche hacia un rumbo desconocido. Eran tiempos muy revueltos, el principio de una larga contienda que solo causó daño y sufrimiento, pero jamás supo de ella, si había sobrevivido o no.
El tiempo había hecho mella en Tomás a acabó por darse por vencido con los años, aunque nunca perdió la esperanza de que un día bajase de alguno de aquellos vagones que llegaban, por lo que cada día se sentaba en aquel banco de la plaza con la compañía de su amigo Enrique.
El vacío que sentía y la incomprensión fueron tan grandes, que le habían impedido, ni tan siquiera mirar a ninguna mujer.
Para él, su casi esposa, seguía en su corazón. Amaba su recuerdo. Enrique siempre le dijo que debía casarse, que su novia posiblemente no volvería, no sabían siquiera si yacía en alguna cuneta victima de las barbaridades ocurridas, o quizás había conseguido huir al extranjero como miles de personas. Nada, solo, silencio.
Tomás le respondía que él esperaba a la mujer que siempre amó, presentía que algún día volvería y podrían unir la vida que les quedaba por vivir.
En la oscuridad de la noche, soñaba con aquella niña que siempre había deseado tener, con carita morena y ojos rasgados como su Carmen, la mujer que tanto amó, hasta que despertaba de su sueño bañado en sudor, asustado por el llanto del bebe que le llamaba con los brazos tendidos.
Y noche tras noche, se preguntaba ¿porqué? Obteniendo como respuesta el silencio oscuro de la confusión.


En la estación, hacia su entrada el tren procedente de la capital, de uno de los vagones bajó Ignacio y su familia, venían de Brasil para reunirse con su familia.
Habían tomado la decisión de regresar, la abuela de Marilina había fallecido mese atrás y pensaron que ya era hora de regresar a casa. Durante su enfermad, su abuela Eugenia les había contado su verdad.
Marilina descendía de españoles, le relató su abuela, pero no les dijo mucho más, no les gustaba hablar del tema, no querían remover el pasado, decían que no traía nada bueno. El padre de Ignacio era ya mayor y no conocía a sus nietos ni a su nuera, solo por fotografía y Marilina también quería saber quien eran los suyos, saber porque habían cruzado el océano, sin mirar atrás y en silencio; aunque tenía muy pocos datos de lo que ocurrió. Ignacio cogió la mano de su mujer, con fuerza, quería transmitirle seguridad.
-Todo saldrá bien, no te preocupes.- Le dijo serenamente su marido.- vamos hijos el abuelo nos espera.
Tomás y Enrique seguían en la plaza, en su banco de siempre, bajo el sauce llorón que les cobijaba del sol y les envolvía con su ramaje caído, como queriendo besar la tierra que lo alimentaba.
El semblante de Tomás cambió al recordar aquella tarde de hacía ya muchos años, allí mismo, en aquella plaza, en aquel banco, disfrutando de una tarde de primavera;
- Tengo un regalo para ti, Carmen, por el primer año juntos.- Le dijo Tomás a su novia, embarazada de pocas semanas.
- Y por tu dieciocho cumpleaños.- Sonrió Tomás
- Soy muy feliz.- Le dijo mientras le acariciaba la incipiente tripita y le entregó una caja.
A Carmen le gustaban las turquesas por que tenían el azul del mar.
Tomás de joven trabajó en un taller artesanal de joyería y él mismo diseñó y elaboró dos anillos iguales, uno para Carmen y otro para el hijo que esperaban.
- Son dos anillos, ¿te gustan? Los hice yo mismo, iguales. El pequeñito es para nuestro hijo.
Se lo puso en su delgado dedo y con un tierno beso en la frente le prometió que siempre cuidaría de los dos.


Tomás levantó los hombros con tono resignado y triste, queriéndose quitar aquellos recuerdos que no le dejaban descansar.
De pronto su amigo se levantó de un salto, Enrique reconoció a lo lejos a su hijo Ignacio y el corazón le dio un vuelco.
-¡Por dios, Tomás! Es mi hijo, mírale, viene por allí, y no viene solo.- Le dijo Enrique mientras se levantaba todo lo deprisa que su edad le permitía.
-¡Hijo mío! – Gritó dirigiéndose hacia ellos.
Tomás no tenia fuerzas para levantarse.
-¡Pero vamos, hombre, levántate!
Enrique y su hijo Ignacio se fundieron en un abrazo.
-Mira papá, ésta es Marilina, mi mujer, y mis hijos, tus nietos.
-¡Pero que guapos y que mayores son!
Enrique intentaba abrazar a todos a la vez, la emoción le embargaba.
-Vamos, vamos a casa, estaréis cansados, ¿pero como no habéis avisado de que veníais? ¡Dios! Mis nietos…- Enrique estaba tan nervioso que se le agolpaban las palabras y los sentimientos, en la garganta.
-Tendréis muchas cosas que contarme, ¡han pasado tantos años!
-¡Tomás! Vamos, vente a casa con nosotros.
Pero él no podía quitar la mirada de aquella muchacha.
Cuando llegaron a casa se sentaron en el salón, Enrique les preparó algo para comer, mientras su hijo les iba contando cómo les había ido el viaje desde el otro lado del océano.
-Ignacio ¿tu mujer es brasileña?- preguntó Tomás.
- Si, es nacida allí, pero su madre era española, aunque no sabemos mucho de ella, solo, que tuvo que irse a Brasil, cuando empezó la guerra civil, su novio estaba en el frente, el padre de Marilina, y no pudo avisarle, ¡malditas guerras!
En ese momento entraron abuelo y nuera y se sentaron los seis a la mesa. Ignacio le dijo a su mujer.- Le comentaba a Tomás que tu mamá era española.- mientras le cogía la mano.
Tomás palideció.
-Mira, este anillo es el único recuerdo que tiene de ella, y otro pequeñito que lleva colgado de la cadena, según su abuela, los hizo su padre antes de que ella naciera.
Con mano temblorosa Tomás cogió la de Marilina, con extrema ternura, se le quedó mirando fijamente, mientras se apoyaba en el hombro de su amigo y con los ojos llenos de añoranza les dijo:
-Enrique, amigo mío, al fin, esos trenes que tantas veces hemos visto ir y venir…-su voz temblorosa no le dejaba articular palabra.- Me han traído, por fin, a mi hija.- Les dijo mientras les mostraba la mano en la cual llevaba el anillo con el cual sellaron su amor, ese amor que nunca pudieron disfrutar, pero que si tuvo su fruto y ese era Marilina.
Aquella noche, seria la primera que Tomás pasaría sin escuchar el llanto de un bebe.
Sin ellos saberlo, aquel día… era el último de una larga y dolorosa historia.
El sol empezaba a brillar en la vida de aquellos viejos amigos.






DESDE EL OTRO LADO DEL OCEANO

La sorpresa de todos los allí presentes se hizo patente.
Enrique se sentó de golpe en la primera silla que encontró, casi se cae al suelo.
Mientras tanto Marilina no salía de su asombro, no entendía nada de lo que estaba sucediendo. Miró fijamente a su marido buscando una explicación, pero Ignacio tampoco en tendía nada.
-Papá, ¿Qué está ocurriendo aquí?- pregunto Ignacio inquieto.
-No lo sé hijo, será mejor que todos nos sentemos y que Tomás nos explique a que se refiere.- Le contestó su padre.
Pero Tomás estaba tan embargado por la emoción que no podía emitir apenas ninguna palabra. Por su parte, Marilina intentaba encontrar algún sentido a las palabras de Tomás. Siempre le dijeron que su padre había muerto, antes de que ella naciera. Al menos, eso fue lo que su abuela brasileña le había dicho.
-Bueno será mejor que os cuente una historia.- Dijo Tomás como pudo.
-Por favor, Marilina siéntate a mi lado y vosotros también – les dijo a los niños – quiero teneros cerca, soy muy mayor y mi voz esta apagada.
-El anillo que llevas puesto, se lo hice yo a Carmen, tu madre, por nuestro primer aniversario, creo recordar. Estaba embarazada de unos dos meses, he hice uno igual más pequeñito, para nuestro hijo.- Les fue contando mientras le embargaba la emoción.- El día que se los di fue el último que nos vimos, estábamos en guerra y al día siguiente yo partía a filas. Cuando regresé ella ya no estaba, desapareció. Os busqué, llegué a cruzar el océano, pero no conseguí nada.
-Mi mamá se llamaba Carmen, eso es cierto.- Dijo Marilina, mientras le resbalaban lágrimas por las mejillas.
-¿Se llamaba? – preguntó Tomás.
-Eugenia, me contó que mi madre murió cuando yo tenía cinco años. Nosotras vivíamos en la casa de Eugenia que alquilaba habitaciones. Cuando murió mamá, Eugenia se hizo cargo de mí. Hizo la petición de mi custodia, para adoptarme pensando que no tenía más familia.- Les fue contando Marilina, intentando mantener la serenidad, aunque las lágrimas se le agolpaban en las retinas.- Mi mamá me puso sus apellidos, creo que le dijeron que habías muerto.- fue diciendo mientras su enfado crecía.
- ¡dios! ¡No entiendo nada! ¿Cómo pueden suceder estas cosas? ¡Malditas guerras!- gritó enfadada y dolida, cogiéndose la cabeza.
-¿Qué le ocurrió? ¿Cómo murió mi Carmen?- fue preguntando Tomás ávido de encontrar respuestas donde solo tenia silencios.
- Fue un infarto, todo sucedió muy rápido, no sufrió, solo se durmió y no despertó. Por la mañana cuando vino Eugenia, como todos los días a recogerme, se extraño de que mamá no se hubiese levantado, Eugenia cuidaba de mí mientras mamá salía a trabajar, bueno…
No podía continuar. Su marido la abrazó.- Tranquila cariño.- le susurró.
Marilina intentaba coordinar los hechos, el saber que realmente todos aquellos años había tenido un padre sin saberlo, suponía un golpe bajo.
La impotencia que sentía no la dejaba respirar. No sabía lo que sentía; rabia, dolor, alegría, recelo…

- ¡Pero! No entiendo nada, siempre pensé que no tenía a nadie, solo a Eugenia que fue como mi abuela.
- Marilina, cariño… en cierta manera así es, Carmen, tu mamá era huérfana. Le confesó Tomás.
- Tampoco tenía hermanos, solo me tenía a mí. Íbamos a casarnos, pero no llegamos hacerlo. Cuando regresé… ¡perdonarme! – Se derrumbó Tomás.- Como os he dicho eran tiempos muy malos en los que desapareció mucha gente, las guerras no traen nada bueno.- Dijo mirando a su amigo Enrique que asentaba con la cabeza y la mirada triste.- ¡Maldita sea! Toda una vida sin saber donde podías estar… ¡y mi querida Carmen… lo que sufriría para sacarte adelante, en aquella época, sin poder darte mis apellidos, madre soltera y en un país desconocido para ella…- Dijo Tomás con la cara desencajada y llena de lágrimas, roto por el dolor pasado, al que le llevó el desconcierto y la sin razón.
- Entonces… ¿estás seguro? –
- ¿Qué significa Marilina? ¿El nombre?- le preguntó Tomás
- María Adelina ¿porqué?
- Llevas el nombre de mi madre, tu abuela, es el que queríamos ponerte, ¡te llegó a poner el nombre que tantas veces habíamos hablado...! – Balbuceo mirando al cielo.- Eres el vivo retrato de mi querida Carmen, no te puedes imaginar lo mucho que nos queríamos. Siempre pensé que regresaría. Día tras día la he esperado en nuestro banco. En aquel en el que le prometí que cuidaría de vosotras, con la esperanza de veros algún día bajar de alguno de aquellos trenes. Lo que nunca imaginé es que regresarías tu sola, casi había perdido la esperanza… ¡han pasado tantos años…!María y Nacho escuchaban sentados en el sofá del salón sin poder articular palabra. No querían interrumpir aquel momento que significaba tanto para todos, sobre todo para su madre. Cogidos de la mano seguían en silencio el relato de su mamá y de su recién encontrado abuelo.
Estaban expectantes y preguntándose como podía haber sucedido todo aquello.
Ignacio tenía a Marilina rodeada con sus brazos, transmitiéndole toda la tranquilidad que necesitaba en esos momentos.
- Bueno…- dijo Enrique.
El aire se podía cortar con un cuchillo.
-Creo que han sido demasiadas emociones para nuestros cansados corazones.- dijo Enrique apoyando su mano en el hombro de Tomás - deberíamos descansar, es de noche, vamos a dormir y mañana ya más tranquilos hablamos. Hay muchas preguntas en busca de respuestas y la emoción nos está dejando sin respiración. Quédate a dormir, Tomás, aquí hay sitio para toda la familia.
-Sí. Será mejor que vayamos a descansar, imagino, hija mía… que como yo tendrás que asimilar toda esta historia, mañana empezamos una nueva vida.
- Claro Tomás, bueno…papá, se me hace extraño, pensé que nunca pronunciaría estas palabras… pero… ¡me alegro tanto!
Abuelos, hijos y nietos se dieron las buenas noches y Marilina y Tomás el primer y largo apretón entre padre e hija.
Enrique les acompañó a cada uno a sus respectivas habitaciones y cuando volvió con Tomás al salón, los dos se fundieron en un cansado abrazo y fue entonces cuando Tomás se derrumbo y por fin pudo derramar todas las lágrimas que llevaba guardadas en su interior, durante toda una vida. El bebe de sus sueños, a partir de esa noche dormiría placidamente. (Enviado a concurso generalitat)
El río

Mientras paseaba por la orilla del río de su nuevo pueblo, Ribarroja del Túria, en Valencia, María recordaba el día que llegó con su familia.
Había pasado casi un año. Regresaron desde Brasil para instalarse en España.
El reencuentro con su abuelo Tomás del cual no tenían conocimiento de que existiese, hizo más firme el convencimiento de que tenían que quedarse.
Ignacio encontró un nuevo trabajo. No tenia nada que ver con el que desarrollaba, allá en Paraty, en la ciudad donde vivían en Brasil, aunque le era igualmente satisfactorio.
Era el coordinador, en una ONG, de envíos de medicamentos a países necesitados. Marilina, por su parte había pospuesto el tema laboral, aunque la verdad es que no le urgía trabajar; tenía sus ahorros y lo más importante era recuperar su historia, su padre era muy mayor y quería pasar el tiempo que le quedase por vivir a su lado.
Para María y Nacho, el cambio había sido agradable, les gustaba su nuevo pueblo, aunque no cabía la menor duda de que echaban de menos Paraty; les gustaba el mar, estaban acostumbrados a verlo desde la ventana de su casa.
En Ribarroja, el mar mediterráneo estaba a media hora en coche; aunque nada tenía que ver con el océano que ellos conocían.
María era dos años mayor que Nacho, pero siempre habían tenido el mismo círculo de amigos; los dos nacieron en el mes de septiembre, por lo que eran del mismo signo del horóscopo, allá en Brasil se creía mucho en estos temas.
Cambiar de país, de costumbres, de amigos, incluso de familia en plena adolescencia podía no ser agradable para ellos, pero no fue así, se acoplaron a su nuevo entorno fácilmente, la curiosidad por una nueva cultura y un nuevo país les atrapó; los dos eran curiosos e intranquilos, siempre preguntado, viajando, conociendo nuevos amigos, en eso se parecían a su padre, eran dos aventureros natos, pero tenían la sensatez de su madre, cosa que les permitía ser bastante maduros para la edad que tenían; dieciocho, Nacho y Maria había cumplido los veinte.
¡Quien les iba a decir que al llegar a Ribarroja, iban a encontrar a su recién recuperado abuelo Tomás.
Fue pasando el tiempo y toda la familia se amoldó perfectamente a su nuevo ambiente.
No quisieron buscar culpables de algo que había sucedido muchos años atrás y que desgraciadamente ya no tenia remedio. Tenían que mirar hacia delante.


CAPITULO…


A Carmen con el paso de los días se le iba haciendo patente su estado de buena esperanza y las habladurías en el pueblo comenzaron.
En la casa donde trabajaba de sirvienta interna empezaron a sospechar y Carmen decidió que antes de que se supiera y la despidieran se iría a otro lugar.
Intentó ponerse en contacto con Tomás, pero no lo consiguió; le devolvían las cartas que le escribía. Las últimas noticias que tuvo no eran nada esperanzadoras; pues las noticias eran el silencio.
Ribarroja al igual que la mayoría de pueblos de aquel entonces, eran lugares donde no cabía una madre soltera y menos aún en los años treinta; no podía quedarse allí, tendría que irse a otra ciudad más grande donde pudiera pasar más desapercibida.
Podía decir que estaba casada y que su marido estaba en el frente.
El no saber nada de Tomás, le consumía, pero no podía quedarse allí.
Si se marchaba podía volver Tomás y no encontrarla y no sabia en quien confiar. La única persona de la que se podía fiar era de la mujer de Enrique, y fue a la única a la que le dio su nueva dirección, con la intención de que se la hiciese llegar a Tomás cuando regresase y así lo hizo la esposa de Enrique cuando Tomás volvió a los dos años, pero cuando fue a buscarla ella ya no estaba.
Tomás intentó ponerse en contacto con españoles que habían tenido que emigrar a diferentes países, pero no consiguió dar con Carmen ni con su hijo que al fin y al cabo no sabia si era un niño o una niña, cosa que aún hacia más difícil la búsqueda.
Solo pudo saber que se había ido desde Galicia; allí vivía una amiga del orfanato donde vivió hasta que cumplieron la edad en la que lo tenían que dejar e independizarse a pesar de que aquella “independencia” suponía otra clase de “dependencia” ya que la mayoría de chicas terminaban como sirvientas internas en casa de alguna familia adinerada.
Su amiga de la infancia intentó buscarle un trabajo, pero al estar embarazada no querían acogerla. Carmen se iba desmoronando por momento.
Continuaba sin tener noticias de Tomás y las cosas cada día se ponían más difíciles y peligrosas y no tuvo más remedio que emigrar fuera de España.
En un principio se fue a Argentina. Hasta allí llegó Tomás, pero la búsqueda no dio su fruto, la pista se perdió, al perder Carmen la esperanza de volver a encontrarse con Tomás del que las noticias que le llegaron fueron que era de Tomás del que no se tenían noticias.
Estuvo encarcelado hasta meses después de acabar la guerra.
Todo un cruce de noticias que se enmarañaron de tal forma que hicieron que sus vidas quedasen separadas para siempre.
Carmen tuvo que salir adelante como pudo. Alquiló una habitación en una casa de huéspedes en Paraty, le gustó aquel pueblo y su nombre, le recordaba a Tomás.
-“Este anillo es para ti, llévalo siempre contigo.”
Es lo que le dijo Tomás el último día que se vieron. Carmen siempre lo llevó puesto, hasta el día de su marcha para siempre.

La dueña de la casa de huéspedes, Eugenia, era una gran persona. Fue para Carmen como su madre, hermana, amiga, abuela, compañera, todo lo que tenía en ese momento.
Eugenia se encaraba de Marilina cuando Carmen tenía que salir a trabajar. Apenas le cobraba alquiler, aunque le decía que a todos les cobraba lo mismo. Eran pocos los huéspedes que Eugenia tenia en su casa, casi se podía decir que eran una gran familia.
Todos los huéspedes sabían las penurias que pasaba Carmen y lo mucho que trabajaba para poder alimentar a su pequeña, pero ella no admitía lastimas ni limosnas, por lo que sus compañeros hicieron el trato con Eugenia de no decir la verdad sobre la cantidad del alquiler.
Cuando Carmen murió fue Eugenia quien se hizo cargo de la pequeña; allí llegó con apenas un año de vida y allí continuó hasta que se casó con Ignacio, aquel apuesto “españolito” que había llegado hasta allí, ávido de aventuras y ganas de trabajar.

Marilina había sido una niña educada pero muy traviesa y juguetona que se ganó el cariño y respeto de los huéspedes que se alojaban en aquella casa.
Tenía un pelo largo y lacio que le acariciaba la espalda. Le encantaba llevarlo suelto, no soportaba las trenzas ni las coletas, le gustaba sentirlo suelto en su piel.
Los enfados de Eugenia todas las mañanas al peinarla para ir al colegio, eran la tónica diaria, al final se dejaba hacer las trenzas y en cuanto llegaba a la esquina se las soltaba, cogía alguna flor de cualquier jardín y se la ponía en el pelo; le encantaban las flores.
Cada vez se parecía más a su madre y sobretodo en el sentido de la “libertad” que ambas entendían. ¡Bastantes años estuvo Carmen en aquel orfanato, privada de su libertad! Casi toda su corta vida.
Cuando salió del orfanato encontró trabajo en casa de los jefes de Tomás que eran joyeros.
Trabajó como sirvienta interna.
Una de las veces que Tomás fue a la casa, ella estaba en el jardín.
-¡dios! Te había confundido con una flor…- le dijo Tomás cuando la vio recogiendo rosas para hacer un ramo para la casa.
Carmen pensó que se burlaba de ella y no le contestó dándole la espalda.
-Tú serás mi mujer…, seguro, ya veras…
Ella, muy altiva dio un giro de ciento ochenta grados y entro en la casa.
-Si, seguro…, serás mi esposa.- Iba canturreando en voz alta, para que ella le oyese mientras se alejaba, por la acera.
Desde ese momento fue a verla todos los días hasta que se ganó su confianza.
Tomás era un hombre muy atractivo y adulador por lo que Carmen no terminaba de confiar en él. Pero su constancia le atrapó y empezaron a verse fuera de la casa.
Les encantaba ir al río a pasear o a bañarse por las noches cuando nadie les veía, jugar con el agua, tumbarse en la hierba con sus cuerpos casi desnudos y abrazarse quedándose dormidos hasta el amanecer.

Los días en que Carmen se sentía sin fuerza recordaba aquellos momentos y le afloraba una sonrisa en la comisura de los labios.
¡Le echaba tanto de menos…!
Cuando tenía un rato libre, cogía a Marilina y se la llevaba al campo en un alarde de recobrar aquellos momentos junto al río de Ribarroja.
Momentos que retenía en su memoria, era su forma de mantener el recuerdo de Tomás vivo y sentirlo cerca.

-¡Mira, Marilina, ¿ves aquella nube? En ella está papá, desde allí nos cuida, cuando estés triste, mira al cielo, sonríele y él sabrá que estás pensando en él. – Le decía Carmen a su pequeña, mientras estaban tumbadas en la hierba mirando como pasaban las nubes con sus formas irregulares.
-¡Ey Papá… estamos aquí!- Gritaban las dos a dúo, mientras saludaban a las nubes.
Eran los únicos momentos felices que se podían permitir.
Un día cualquiera, siendo Marilina aún niña, Carmen se subió a una de aquellas nubes y al fin pudo conocer la libertad y descansar, queriendo reunirse con Tomás.
Pero él continuaba esperándola, al otro lado del Océano.





FIN


Pepa Navarro Rodrigo

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